Algunas notas sobre el I Encuentro Feminista Andaluz

«Dejad que las mujeres gitanas nos quejemos del machismo, que reivindiquemos nuestro derecho a trabajar, a no quedarnos en el papel de cuidadoras del hogar, a estudiar, a ser independientes y tener autonomía. Dejadnos a las gitanas hablar sobre eso.
Y callaos la boca si no habéis vivido nunca mis costumbres desde dentro, no tenéis ni idea de por qué en nuestra cultura se hacen x cosas. No sabéis su significado ni de dónde viene, dejad de creeros con derecho a juzgarlo todo»

https://huffingtonpost.es/2018/07/14/una-tuitera-gitana-estalla-contra-los-programas-como-gipsy-kings_a_23482112/

Antes de nada, me disculpo por hablar sin conocimiento y usando palabras de personas que no conozco.

He comenzado citando a una mujer gitana porque las mujeres payas compartimos territorio, historia y una parte de opresión con ellas, pero incluyo en mi reflexión a todas las mujeres que se sienten atacadas por el racismo, vengan de donde vengan.

Las palabras de esta tuitera contra programas de payos para payos que tratan sobre gitanos, las críticas a la película «Carmen y Lola» por parte de Gitanas Feministas por la Diversidad, la no participación en la Huelga del pasado 8M del colectivo Afroféminas y sus argumentos para no hacerlo, los mensajes de las mujeres gitanas en las I Jornadas Internacionales Feministas de Zaragoza y otras intervenciones de mujeres de distintas culturas…, todas estas quejas que en gran medida se dirigen a nosotras, a las mujeres blancas, occidentales, hegemónicas, que somos mayoría en el territorio español y en el movimiento feminista organizado, producen en mí un doble efecto:

En primer lugar, me recuerdan esas quejas que llevamos tantos años proclamando nosotras frente a los hombres. Pienso en cómo nos sentimos las mujeres cuando un colectivo claramente patriarcal introduce en su hoja de ruta un apartado sobre nosotras al que suelen llamar «el tema de las mujeres».

Me siento deslegitimada para hablar por y para las mujeres cuya identidad, cultura y situación desconozco y especialmente sobre aquella opresión que no padezco. Hago extensiva esta crítica a todo encuentro, congreso o reunión donde no estén las personas interesadas, visibilizadas a través de colectivos o asociaciones, o como grupos lo suficientemente numerosos como para ser representativos, de la misma manera que no reconozco la autoridad de un colectivo de hombres que intente hablar por nosotras. No puedo decir qué tienen que hacer las racializadas o las migradas, ni cómo deben luchar, con o sin nosotras, como tampoco me parece oportuno organizar un plan de acción contra el racismo solo para que nosotras lo llevemos adelante, sin contar con ellas. Si ellas no están, sea por el motivo que sea (esa es otra importante cuestión a tratar) yo no siento inclinación a participar en ejes, espacios o cualquier otro intento de profundizar en un tema tan relacionado con ellas como es el racismo.

Y en segundo lugar, todas estas mujeres que he citado al principio, que están bien organizadas, muy preparadas, capaces de darnos lecciones a las supuestamente feministas «genuinas» (en el sentido etimológico de esta palabra), que no necesitan que nosotras las representemos, porque se representan perfectamente a sí mismas, que denuncian su invisibilización respecto de nosotras, como todas lo hacemos respecto de los hombres, me hacen sentir un poco culpable y reaccionar ante esa posición en que me coloca su fuerte identificación, identificación frente a la que se conforma la mía. Es decir, en este ámbito, siento que mi identidad viene dada por otras identidades: soy paya, porque no soy gitana, no porque me sienta paya, soy blanca, porque no soy negra, soy cristiana para las musulmanas, aunque sea una atea irredenta, supongo que seré hetero, aunque no tenga por qué manifestar mis usos y costumbres privadas, y lo seré, no por nada, sino porque no me identifico (o no sé) con ningún otro grupo. Sí, es verdad, siento algo bastante parecido a lo que llevan sintiendo millones de personas durante siglos y que en este encuentro andaluz de Granada se ha puesto sobre la mesa de manera clara y contundente. Con toda razón.

(Por mi parte, soy tan regular, tan cis, «tan normal», que esa regularidad va a acabar siendo mi deformidad…Y quizá esa rareza pueda ser en el próximo encuentro digna de un espacio diferenciado con demandas propias, pongamos, “las viejas feministas de clase normalizadas”)

Pero hay una diferencia entre ambos sentimientos: yo no puedo decir que me sienta orgullosa de ser blanca, o paya, ni que esté contenta de pertenecer a un pueblo que ha sido y es colonizador y expoliador. No me vanaglorio de mi identidad, no la defiendo, no la proclamo. No puedo. Porque aunque yo no sea supremacista, ni colonizadora, el pueblo, la raza, la cultura que me conforma sí lo es.

…Y, sin embargo, soy mujer y habito la tierra en donde nací, el sur del sur de Europa, que es un lugar oprimido también, su cultura ha sido y es ninguneada, su identidad negada y su riqueza expoliada. Quizá debería profesar ese andalucismo feminista que tal vez me salvara de esa hegemónica identidad que casi me avergüenza. Pero no, la verdad es que tampoco me identifico con esas mujeres que defienden un modo de hablar y escribir, unos símbolos femeninos, una cultura popular que no comparto. Quizá sea que no he emigrado, que toda mi vida ha transcurrido en esta parte sur del territorio español, pero el caso es que prefiero leer las palabras como siempre lo he hecho, en una grafía que no se corresponde con mi forma de hablar, no sé bailar, no me gusta especialmente el flamenco, ni la peineta, las flores en el pelo o en la boca. Y desde luego, no me gusta el delantal, con o sin lunares.

Si no puedo evitar llorar cuando oigo “Los Piconeros” en la voz de Imperio Argentina, no es por ninguna pasión que me identifique con un pueblo, es por mi madre, solo por ella, que no ha tenido otra nación que ese lugar plantado en la ladera de la sierra.

He deseado defender a mi gente, las personas oprimidas que habitan esta tierra, con las particularidades de su clase: su jornal, su trabajo y su patrón, y especialmente a las mujeres, de las que, sin oírlas quejarse, he conocido su doble explotación. Eso sí que me ha atravesado y me ha salido de dentro siempre.

Pienso que las opresiones diferenciadas y separadas específicamente del género y la clase, que sí son factores comunes a todas las mujeres, deben ser tratadas siempre con las mujeres o personas con entidades no hegemónicas afectadas, para llegar a acuerdos con ellas, aprender de su lucha y colaborar sumando nuestras diferencias. Entre tanto, por supuesto, creo que hay que defender los derechos de las mujeres a las que más les son negados, por su triple condición de mujeres, trabajadoras y migradas o racializadas y debe recogerse el apoyo del movimiento feminista a las acciones que se organicen o convoquen contra el racismo.

Ocurre que, en esta parte del mundo, donde bebemos de las fuentes de un feminismo (y un socialismo) histórico, occidental, blanco y -más o menos- burgués, aún mantenemos esa visión sesgada de la lucha por los derechos de las mujeres y continuamos imponiendo unas premisas y unos objetivos que nada tienen que ver con las luchas específicas de millones de mujeres.

Esta pudo ser la razón de que muchos grupos y colectivos no participaran en la pasada Huelga del 8M y de que este año el argumentario para la misma jornada tenga como ejes: Violencias, Cuerpos, Fronteras entre otros.

También puede ser por eso por lo que el encuentro de coordinación andaluz ha dejado de lado las reivindicaciones clásicas del movimiento feminista y ha dedicado todo el espacio a la diversidad.

Creo que las “feministas normalizadas” debemos reconocer nuestras deficiencias, esforzarnos por cambiar nuestra mentalidad, abrirnos y conocer otros feminismos, pero sin olvidar tampoco los logros que, como movimiento, hemos conseguido y los acuerdos a los que hemos llegado después de varios siglos de lucha: unos principios que, si bien no son inamovibles, no pueden estar siendo cuestionados continuamente, porque no haríamos otra cosa, no avanzaríamos.

Necesitamos encontrar el equilibrio entre asumir y cuestionar, porque, aunque todas tenemos contradicciones y vivimos con ellas, tendremos que aprender a «soportarlas», a ser, por ejemplo, feministas de clase a pesar de contradicciones tales como ser blancas, occidentales, aburguesadas, o por el contrario, podemos hacer de esas contradicciones los principios de lucha de un determinado feminismo. Eso es algo que cada una debe elegir.

Porque sabemos de dónde venimos. El futuro, en cambio, está por construir.

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